
Estar en el centro de el Jardín con toda la memoria por hacer, desnudo y con una bondad tan simple que simule las artimañas del mal. Contaminarse de lluvia y luz sin la mácula del Otro y dueño de nada y amo de todo, sentirnos tristes. Iniciarnos en el misterio de los nombres a salvo de otras voces, asombrarnos de la alegría de los machos y las hembras en cópulas interminables, del alboroto de los cachorros sobre la hierba y vagar sin culpas por la soledad pratense apenas sorprendida por los primeros caminos. Ignorar el rostro propio y el valor oculto de la savia de los árboles, no tener disgustos ni gustos de una aurora a otra, sin sentido para ser eterno e ignorante de la duda. Quedarse dormido, esa rara forma de morir, para resucitar, piel a piel, con otra desnudez y una sonrisa, sentir que algo profundo te ilumina, que soles diminutos estallan en tu interior. Emprender un extraño viaje en el agua de sus ojos, no pensar. Correr de la mano con una primitiva hilaridad. Comer el fruto. Descubrir de golpe todo el placer y el dolor del mundo, travesar el horizonte del Este, responsables absolutos de la vida. Cultivar un jardín y prohibir a Dios, comer del Árbol de la Muerte.